1 de Septiembre 2017. Mudanza de apartamento. Euforia por conseguir mi nido, al fin. Mi primer apartamento para mí solo. Mis primeros y escasos muebles. Mis primeras ollas en las que cocinar, ensuciar y fregar cuando y como quiera. La euforia convive con el estrés de no saber cómo se abandona un piso en un país extranjero. Cuáles son las normas para recuperar los pagos, cuales son los plazos. Una vez más, ni el tato te lo explica. Suposiciones propias, visitas a sindicatos. Rollos raros que el 1 de septiembre terminan. Mientras, saludo a miembros de mi familia de visita en el pais de los quesos.
Dejo atrás una etapa y abro una nueva. Todo está bien. Todo empieza a encajar pese al esfuerzo titánico que llevo haciendo ya durante unos cuantos meses.
Para mi nueva casa decido comprar un espejo. Sencillo, de cuerpo, para ver cómo sientan las prendas. Al querer encajar el espejo en el recibidor, levanto una de sus estanterias. En el gesto oigo un ruido seco. Me inquieto enseguida. Me acabo de partir el espinazo. Ando unos metros en casa. Siento el dolor en la espalda. Pasadas unas horas el dolor mengua entre visitas por el país en familia, entre risas y abrazos.
Pañuelos al viento. Hasta pronto. Un gustazo que hayan venido a verme oigan. Me dieron la vida durante unos días.
Lunes por la mañana. 4 de septiembre. El perineo me arde. El muslo superior y la rabadilla escuecen. Hago un esfuerzo titánico por atarme los cordones de los zapatos. Un dolor eléctrico invalida mi lado izquierdo inferior. Ignoro el latigazo y sigo adelante. Los siguientes días las cosas no mejoran. La situación se repite cada mañana antes de ir al trabajo. Durante unas semanas ignoro el dolor, me conjuro a la inyección de urgencia de cortisona en un futuro y lo doy todo en el tajo, como si nada.
Mi cojera empieza a ser evidente. Algunos preguntan al cabo de unos días, otros me ignoran. Mi cabeza empieza a resentirse. Mi estado de ánimo cae. Me irrito muy fácilmente. Hablo con mis jefes sobre mi futuro. No estoy bien, no estoy relajado.
Salgo a correr una última vez a finales de setiembre. El dolor me hace casi imposible estirar, y pese a todo consigo hacer carrera. Ultima inyección de serotonina de mi historia reciente.
Durante el mes de octubre sigo levantándome con dolor. Insisten en que visite al médico. Pienso que no es más que una crisis pasajera que como vino se irá.
De noche necesito ibuprofenos para poder dormir. El dolor me despierta muchas noches. Mi cabeza recibe más y más interferencias.
Sigo en mi rutina cada vez con más cojera. Ignoro si estoy rodeado de hijos de puta o que dos tercios de la población helvética no saben que es un cojo, pero nadie empatiza. Camino lento. Hace mucho que no bajo ni al rio a ver el bosque, a quemar energías.
Compro tres tubos de voltaren. Uno normal y dos forte. No dan resultado. Compro una bolsa de agua caliente que coloco bajo el muslo cuando estudio en casa. Ningún efecto. Dormir con una bolsa de agua bajo la espalda es imposible.
A finales de octubre viajo a casa. Visito a un físio que me cruje la zona lumbar y me aplica calor. Paso por caja.
Salgo del fisio hecho un siete. Por suerte me han regalado una bolsita de huesos de cereza para calentar al microondas. Paso mis días de supuesto relax estresado, sin poder andar bien.
En noviembre sigo con la misma rutina dolorosa. Empiezo mi curso de alemán de 5 horas semanales sumadas a las 43 de trabajo oficial más las X de estudio y refuerzo en casa. Empiezo a notar dolor en la zona lumbar media. Tiene un tono grave, como un crujir de piedras grandes. Intento dormir, pero no puedo. Lloro de impotencia. Me cago en todo lo existente.
En diciembre sigo la misma rutina. Las vacaciones navideñas me alegran un poco un final de año malo. Llego a casa, veo a los amigos y a mi familia.
Visito de urgencias a un médico. Me aconseja que me relaje: ‘Nada puede ir peor, así que tranquilízate’. Me dice que tengo una cosa llamada síndrome facetario y me chuta un voltarén. Al salir, me repite que pruebe el mindfullness. Asiento y doy media vuelta.
Regreso a las montañas con el mismo dolor y un gripazo del quince. Enero transcurre igual. Nervioso, irritado y dolorido. Visito a un fisio local, que me recomienda hacerme masajes en el glúteo con pelotas de tenis. Paso por caja. Llego a casa y sigo mal.
En Febrero me reúno al fin con mi jefe para hablar del futuro. Estoy muy estresado. Me comenta que me nota triste. Me encojo de hombros: Es cierto, no ando muy fino.
Salgo de nuevo hacia al sur, de visita a la capital para celebrar que una compañera de mi año Séneca se casa. Paso el finde por Madrid más cojo que nunca. Pese a todo, hago el esfuerzo de salir. Error. La espalda peta definitivamente y he de quedarme en cama.
No poder andar de nuevo no es muy agradable. La historia de mis ‘Memorias desde un metro cincuenta’, segunda parte.